La vida muchas veces se parece a una estación y no sólo por la recurrente metáfora del tren que coges, pierdes, dejas pasar o no te dejan coger. En ella se cruzan mil destinos, concisos o no, que con mas o menos prisas buscan a alguien que los espera en forma de abrazo o de beso inabarcable. Más materialmente, también la cita puede ser con nuevo trabajo, estar ante un simple lugar de paso, pasar por casualidad y, por la noche, comprobar que, de la misma manera que en esa vida paralela de afuera, todos los gatos son pardos.
En este particular ecosistema en el que, normalmente, todos buscan algo, suele pasar que se hace necesario tener algo que encontrar para no perderse en esa bruma de idas y venidas que todo lo envuelve. Sin embargo, es fácil confundir aquello que pretendes con tus propios miedos o necesidades infundidas por experiencias anteriores. Como muchas veces hasta tus pasos te engañan, al final, si tienes la suerte de que camino al andén se te cae algo del bolsillo, cuando te agaches y veas a dos palmos el suelo, puede que incluso te de por preguntarte cosas. Seguramente, después de un par de minutos de esto, no distinguirás entre un tren y un carro de caballos. Tal vez el mejor consejo que te inspire sea meterle dinamita al tren; no hace falta que tú te inmoles, que es de cobardes, y tú no lo eres, ¿o no te acuerdas?
Entre el tren y el carro de caballos está el autobús, por cierto. Da menos juego que el tren (no es lo mismo correr por un andén sobre el que cae el sol de media tarde que tropezarte con el fardo en alguna dársena con olor a meados) pero en el fondo, tu eliges donde quieres ir. El destino y el acompañante los trae el viento. Mejor que el viento, tus pasos, esos mismos que te engañan. Aunque ellos no tienen la culpa de todo. Ni era intuición, ni impulsos, ni jugársela en el último ataque, ni siquiera imaginarte todo de sonrisa y media. Era mucho más fácil.
Te espero afuera echándome un piti, que ni las estaciones son ya lo que eran.
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