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domingo, 31 de julio de 2011

Tontos y palmeros: todo en uno

En el fondo, no les ha gustado que Evans haya ganado el Tour. No les faltan razones, sus razones, para que el hecho en cuestión haya derivado en algo desagradable. Como todo buen guión, escrito de antemano para luego otorgarle una teatralidad presuntamente única, no hay sitio para aquellos que pasan desapercibidos. Como mucho, su papel se reducirá a una sola vía de peonaje y servidumbre escénica de aquellos tocados por los Dioses para la gran batalla final, aquella en la que el bien y el mal, menos maniqueos de lo que solemos pensar, se ligan en un trayecto sin final. Un mismo trayecto creador del próximo capitulo, que versará sobre idénticos personajes e idénticos y manoseados vuelos morales.

Sin embargo, entre todo esto, con un zurrón como motor de risas ajenas, una apariencia que no daba para ningún alarde y una dialéctica solamente mortífera de puertas para adentro, tuvo la consideración de pensarse si llamaba a la puerta. Nuestro amigo se tomó su tiempo pero al final decidió que, para la próxima, hubiese o no, deberían poner por dentro el timbre porque lo que iba a pasar a partir de ahora era terreno ajeno, ajeno a las idiosincrasias regidas por la tradición y los supuestos púlpitos de la sabiduría. Se podría pensar que era un simple toque de atención, o una corajuda creencia de arrimarse al Sol, incluso una premeditada contestación con retorno al punto de partida. No. El tiempo no tenía nada que decir. Lo habíamos condensado y la garrapata había puesto fin a su tiranía precisamente porque lo había hecho insignificante.

¿Cómo se llega hasta ahí? Se podría citar de carrerilla los valores que inculcan el esfuerzo y la superación; hasta podríamos hablar de humildad, inservible si pensamos en ella e imprescindible si dejamos de hacerlo. Pero, como palabras huecas y condicionadas desde fuera, resultan extrañas al ser comunicadas a quién no se ha visto tantas veces abajo. Es imposible despreciar la experiencia y no deja de ser atrevido ponerse a pensar que puede tener otra traducción que no sea la mala ostia. Entonces, la pregunta sería: ¿Qué proposición rige la mala ostia? Una vez más, no hay lugar para los malpensados ya que no va contra nadie, simplemente es un paso previo, un reverso satisfactorio de lo que hemos sido, de lo que nos acordamos que hemos sido y de lo que necesitaremos para ser. Tiempo, bien, mal, opinión, palabras rotas en definitiva, cuando quedan como retazos al compás del cierzo.

Seguramente, si a estas alturas hubiésemos de medir, siquiera otorgar una categoría, a este complejo, al menos en apariencia, mundo recorrido por nuestro Evans particular, el balance no se describiría como entendimiento. Entender, desde ese púlpito mal avenido del que hablábamos antes, parece otorgar un premio al final de una carrera que nunca se ha permitido el lujo de existir. Y es en este preciso momento, en esa lucha por el entendimiento supremo, cuando los tontos, sus palmeros y su metamorfosis unitaria (a veces se palmean a si mismos, si, es posible) sacan sus mejores plumas. Los tenemos de muy diverso pelaje: Por ejemplo, los que hicieron su pasado como coartada permanente y carnet de gloria jubilada. Estos hablan de gozar de una clarividencia absoluta, un aura apagada sólo porque ellos así lo decidieron. Luego se dan cuenta que son transparentes al espejo. También los idílicos, cuya vida asemeja a un teatro de aplausos continuos merced a las gracias concedidas por el cielo. Los problemas vienen cuando se deciden a buscar: No suelen pasar del principio. Por supuesto, el ejemplo más enriquecedor nos lo encontraríamos en los pretendidamente construidos a si mismos. En primer lugar, abusan tanto de esa conceptualización que al final acaban siendo una planificación desmadrada de sujetos que pasaban por allí. Aspiran a grandes cotas, olvidan rápido, recuerdan favores, creen en amores que hablan de huir hacia delante, dan lecciones que se resumen en una última palabra y tienen un subconsciente al que le ha sentado mal beber, con la consiguiente reacción fisiológica. Son siervos en su más pura expresión, bufones con ganas de reescribir unas reglas que desconocen.

Eso si, no tienen mal fondo. Eso les suelen decir mientras suben hacia las escaleras del cielo. Se lo dice el mismo que los empuja. Mientras, aquella sonrisa que sólo se expresa mediante los ojos los observa sin palabras y piensa en aplaudir si el sarcasmo que le resbala se lo permite. El espectáculo no es para menos.


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